Wednesday, October 5, 2016

La madre ha muerto. Viva la madre!

(tomado del libro Terre des Hommes, Antoine de Saint-Exupery)


En cierta ocasión acompañé a unos hijos frente al lecho de muerte de su madre; era, en verdad, doloroso. El cordón umbilical se rompía por segunda vez. Por segunda vez, el nudo que liga a una generación con otra se deshacía. Los hijos, de repente, se veían solos, con todo por aprender, privados de una mesa familiar en la que poder reunirse los días de fiesta, privados del polo imantado donde siempre se reencontraban.


Pero en aquella ruptura, descubrí también que la vida puede ser entregada por segunda vez. También aquellos hijos, a su vez, se convertirían en jefes de fila, puntos de reunión y patriarcas, hasta que les llegara la hora de entregar el mando a la camada de niños que jugaban en el patio. Yo miraba a la madre, una vieja campesina de rostro sereno y austero, labios prietos, rostro transformado en máscara de piedra. En él podía ver el rostro de sus hijos. Aquella máscara se había utilizado para imprimir la de sus hijos y nietos. Aquel cuerpo había servido para moldear estos hermosos prototipos de seres. Ahora ella descansaba, rota, como una preciosa cáscara a la que acaban de quitarle el fruto. A su vez, los hijos e hijas de su carne moldearían a sus pequeños. En esa casa no se moría. La madre ha muerto, ¡viva la madre!


Esa imagen del linaje es dolorosa, sí, dolorosa pero muy sencilla, abandonando uno a uno sus blancos cabellos a la vera del camino, avanzando, a través de sus metamorfosis, hacia alguna verdad. Por esta razón, aquella misma noche, el sonido de la campana del pueblecito tocando por ella no me pareció colmado de desesperanza, sino de una alegría discreta y tierna. Esa campana, que con la misma voz celebraba los matrimonios y los bautizos, anunciaba, una vez más, el paso de una generación a otra.


La madre no sólo había transmitido la vida: había enseñado un lenguaje familiar a sus hijos; les había confiado el caudal que, muy lentamente, se había ido acumulando a lo largo de los siglos; el patrimonio espiritual que también ella había recibido en depósito: un pequeño lote de tradiciones, de conceptos y de mitos que constituye la única diferencia entre unas familias y otras.


Lo que, de generación en generación, se transmitía así, como el crecimiento paulatino de un árbol, era, además de la vida, la conciencia. ¡Qué ascensión tan misteriosa! Y tan dulce a la vez.

Es asi como un sentimiento de paz se adueñó de mí. Es asi como asistí esa noche al festejo de los esponsales de una vieja mujer y la tierra.


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